Aquel verano el regreso a España parecía ir viento en popa. Habíamos atravesado ya el Canal de la Mancha y nuestro opel Corsa parecía flotar mientras surcaba la autopista de Calais a París.
Atrás había quedado un verano en casa de mi suegra y nuestra hija mayor de unos nueve años que se quedaría todo este septiembre con su abuela y sus tíos hasta el comienzo del curso en Castellón. Las tres semanas en la costa de Yorkshire habían resultado lluviosas, como siempre, pero muy relajantes.
Pablo, nuestro hijo de seis años, viajaba silencioso en el asiento posterior, esta vez sin tener que compartirlo con su hermana. Eran las tres de la tarde y, en un ambiente gris, la autopista se deslizaba perezosamente, sin apenas tráfico.
“¿Quieres que conduzca un rato?”
La pregunta me sorprendió doblemente. Primero porque me sacó de la semi modorra de la conducción, y en segundo lugar porque mi mujer odia conducir. Nunca pasó del nerviosismo inicial del aprendiz, tras unos años de conducción aterrada, tiró la toalla, dejó de conducir, aunque ha mantenido su carnet en vigor.
Evalué mi respuesta. Yo estaba cansado y me vendría bien un sueñecito en el asiento reclinable del copiloto. Además, aquella autopista sin problemas y sin tráfico era el terreno ideal para que practicara mi mujer. Dicho y hecho: paré en la primera área de servicio y ella continuó la conducción mientras yo me dormía enseguida.
Nunca supe cuánto tiempo estuve dormido. Lo que sí que recuerdo claramente es el alarmante ruido del cambio de marchas haciendo una reducción salvaje que me despertó de lo profundo del sueño.
“¿Que hay un peaje?” pregunté pensando que a eso se debía la brusca deceleración. No hubo respuesta. Mi mujer seguía aferrada al volante con las dos manos. con los nudillos blancos por el esfuerzo, la vista al frente y la mandíbula apretada. Todo normal, así era como conducía.
Puse vertical el respaldo del asiento y me dispuse a disfrutar del paisaje. Me sentía más descansado, parecía que la siesta había sido prolongada, aunque no quise importunar con esa pregunta a mi esposa: tenía escrito el “do not disturb” en las facciones de la cara.
El paisaje era realmente gris. Aquella tarde las colinas y los ampos del norte de Francia pasaban monótonos junto al coche. Sólo algunos letreros y señales amenizaban el panorama momentáneamente. Más letreros. Distancias en kilómetros. Y de pronto... una duda cruel!
Me pareció que algo no encajaba. Tuve que esperar a los próximos dos letreros para cerciorarme. Ya no tuve duda: Bruselas 350 kilómetros. Mi mujer seguía conduciendo con expresión impenetrable.
Opté por consultar a Pablo. En un susurro y por mi derecha, evitando distraer o alarmar a la conductora, le pregunté
“¿Hemos cambiado de carretera?”
“Yo ya se lo dije, que había un cartel así de grande que ponía PARÍS” replicó el niño entre resignado e indignado.
“¿Y qué te ha contestado?”
“Me dijo: ¡Cállate que estoy conduciendo”.
Otro cartel apareció informando: Bruselas 300 km.
La salida de la autopista, buscar dónde dar la vuelta, consultar los mapas, orientarnos, discutir etc, etc nos llevó una hora larga. Al fin rehicimos el camino y, llegados al punto del desvío, retomamos la ruta de París. Esta vez sí, hacia el sur, conduciendo yo y con los letreros a nuestro favor.
El coche seguía tirando bien. Mi esposa ya no quería hacer de conductora. Íbamos ya de cara a la noche y, para colmo, la radio informaba de un atasco de tráfico monstruoso en los alrededores de París. No sé por qué lo hice, pero decidí seguir un itinerario alternativo, señalizado a la francesa, que prometía llevarme hacia la península sin tocar París. Fue un gran error.
Nunca jamás seguiré ni uno de esos laberínticos itinerarios bis. Ya era noche cerrada y apenas sabíamos por dónde circulábamos. Con la ayuda de una guía Michelin atrasada, encontramos uno de los hoteles de menor categoría de su lista. Creo que era en la región de Brie. Los dueños, que ahora eran argelinos, nos dieron una habitación: Cama doble, un lavabo y cama para el niño. De cuarto de baño nada. Bajamos a cenar mal y caro y, cansados, a la cama.
Pero aquí llegó el problema. ¿Dónde se encontraba el retrete. toilette o cuarto de baño en aquel hotel desierto en que hasta los dueños habían desaparecido?
“Vete tú primero, que luego iré yo”, dijo mi mujer quedándose en la habitación con el niño después de ponerlo a hacer pipí en el lavabo.
Me puse a explorar toda la planta, creo que era el segundo piso, hasta que encontré un cuarto de baño completo al final de un largo pasillo. Pero entonces empezaron las pegas.
El pasillo era larguísimo, tenía una puerta de dos batientes que tenías que empujar y franquear a mitad del recorrido. Por mucho que busqué, sólo encontré un interruptor eléctrico al principio del pasillo, cerca de nuestro cuarto. Era un interruptor automático con temporizador que no te daba tiempo de recorrer todo el pasillo sin apagarse. Tuve que correr, varias veces, hasta llegar con luz al cuarto de baño. Pero una vez allí se apagaba la luz y no veía nada. Para más inri, todo en el baño era azul marino: las paredes, los sanitarios, el lavabo...
Tras varias carreras frenéticas y después de recorrer con la mano las paredes por dentro y fuera del baño, no encontré ningún interruptor que me permitiera encender ninguna luz. Al fin decidí aliviarme en la oscuridad. En el instante en que cerré la puerta del baño y corrí el cerrojo de seguridad, se hizo la luz: el interruptor era el cerrojo!
Volví a nuestra habitación y recibí una iracunda reprimenda por lo que había tardado. Al tratar de explicar lo ocurrido, mi mujer me mandó callar: nada de excusas tontas ni explicaciones. Ahora ella tenía que ir al baño, que ya era muy tarde y estaba cansada.
Me quedé en la habitación con nuestro hijo que ya dormía y pensé: “A ver cómo te las arreglas”.
* * * *
domingo, 20 de diciembre de 2009
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