Nunca hubiera imaginado que aquel viaje que hicimos todas las compañeras de curso, hubiese sido tan especial para mí.
Solíamos organizar un viaje cada fin de curso, visitábamos ciudades y pueblos de España e incluso del extranjero.
En esta ocasión nos decidimos por un paisaje más cercano a la naturaleza y el paisaje que encontramos,
Prometía. Era, ¡verde, verde, verde!
Al entrar en aquel bosque, me sentí tan sumergida en él, que creí ser uno más de los árboles allí presentes.
Árboles repletos de hojas verdes balanceándose a merced del caprichoso viento.,
Árboles centenarios, o ¡que sé yo cuantos años llevarían
Soportando las ¡inclemencias y clemencias del tiempo! Pero eso sí, ellos resisten erguidos, estáticos y frondosos.
Entre las ramas cargadas de hojas tuve una visión impresionante: vi un “hilo de luz” plateada y destellante, era como un haz divino. Me impactó de tal manera, que me quedé quieta, observando por dónde y como se podía haber filtrado ese maravilloso filamento mágico.
Ese resplandor caló tan profundamente dentro de mi ser, que aún a oscuras podía verlo, y todavía, a pesar de que ha pasado casi un año de aquel magnífico evento, no he dejado de pensar en él.
Recuerdo que era un día muy caluroso del mes de Agosto, cuando decidimos visitar ese maravilloso paraje. Llevaba una mochila provista de comida y agua, al igual que mis compañeras, (el agua era imprescindible en esos días tan calurosos.)
A pesar del sol abrasador que “caía” en esos momentos, (eran las doce del mediodía) bajo la umbría del bosque, la luz era más bien crepuscular y nos envolvía junto con la brisa que se desprendía del movimiento de las hojas de los árboles. Los espesos matorrales que nos dejaba aislados de todo lo que acontece fuera del bosque; daba la sensación de estar en medio de un paraíso encantado.
Un silencio misterioso dejaba oír el dulce piar de los pájaros, el murmullo relajante del agua cristalina de un riachuelo que bañando las piedras de su cauce, las hacía brillar como perlas preciosas.
Me quedé observando como corría el agua, como se deslizaba tan armoniosamente por el estrecho arroyo que parecía estar danzando al compás de una bella sinfonía. Un poco más abajo el caudal de agua pasaba de un “adagio” a un “allegro” porque el agua ya no danzaba, ¡saltaba! Hasta llegar a un despeñadero donde “desmayándose” caía formando una bonita cascada que semejaba la cola de un caballo blanco.
Bajo nuestros pies, como si de una mullida alfombra se tratase, “dormía” la hojarasca seca y mojada a la vez, debajo de ellas escarbando se podía ver la tierra rojiza y pequeños guijarros que se nos clavaban en los pies y a veces nos hacían resbalar.
Por entre los tupidos y ufanos árboles entreveíamos un velo azul celeste que nos venía a recordar la hora del mediodía. Decidimos quedarnos a comer junto al pequeño y encantador riachuelo escuchando el murmullo del agua, el piar de los pájaros y...la visita inesperada de algún que otro insecto inofensivo.
Después de comer anduvimos un buen trecho adentrándonos más en aquel frondoso bosque. Nos detuvimos junto a unos matorrales invadidos de pequeñas flores silvestres de diversos colores y fragancia embriagadora.
Yo me senté al pie de un árbol, recostada, en él me sentía feliz y segura, es curioso. Nada me inquietaba, estaba vacía de pensamientos negativos que cotidianamente nos atormentan la vida, a causa de los acontecimientos desafortunados que los humanos no somos capaces de desarraigar...
Del gigantesco árbol afloraban cinco gruesas raíces, donde iban y venían dos hileras de afanosas hormigas. Las observé unos minutos... es fantástico ver como se comportan esos diminutos insectos, como se brindan un pequeño saludo al encontrarse de frente, o quizá se pasan información, no se, es tan complejo el mundo animal! Me quedé pensando: ¡son tan vulnerables! Y teniendo en cuenta la poca consideración que tenemos los humanos con los animales en general, sentí pena, si, pena, hubiese sido tan fácil deslizar el pie o la mano por encima de ellas y acabar con las pobres hormigas!
Cerré los ojos y “soñé” por un momento en ese extraordinario haz de luz que tanto me alucinó. Imaginé que me balanceaba, de árbol en árbol montada en esa luminosa “cuerda”
Sentí un leve vahído, no sé si por la emoción o por el oxigeno puro que allí respiraba.
Abrí los ojos y me abracé al árbol. Asida a él me reconforté, me sentía bien, hasta me encariñé con ese grandullón. Levanté la vista y vi como sus filiformes ramas se entrelazaban entre sí y las hojas tocándose unas con otras defendían nuestro reposo de un sol abrasador.
¡Cuánto agradecí a la naturaleza esta sabia hospitalidad! Sentí que estaba rodeada de fieles amigos.
Aquel día se abrió para mí, “una puerta” por donde poder salir de vez en cuando a encontrar la paz y felicidad junto a la verdadera razón de vivir.
Camino de casa acordamos en volver otra vez el año próximo.
Y así ocurrió. Llegó el verano y en el mes de Agosto, como el año anterior, salimos de viaje hacia nuestro lugar preferido.
Dejamos el coche en un camino cercano, y caminamos a pie aproximadamente unos dos kilómetros por senderos próximos al bosque.
Tal como íbamos avanzando y acercándonos al bosque,
Presentíamos algo extraño, temíamos lo peor: el paisaje era totalmente diferente, no percibíamos vegetación alguna.
Entramos en una zona completamente desértica, tierra ennegrecida, arriba un sol abrasador dejaba caer como plomo sus rayos infrarrojos, y a pesar de la fuerte luz solar, bajo nuestros pies, todo se veía oscuro: tierra, guijarros, ramas, árboles calcinados...
Los árboles más grandes todavía se mantenían en pie, firmes, como valientes luchadores que no se dejan vencer.
Al parecer, resistieron a las llamas devastadoras de un fuego sin piedad. Despojados de ramas y hojas, parecían soldados formados con el fin de defender un suelo que les pertenecía.
Los matorrales, arbustos, las pequeñas flores silvestres, las plantas aromáticas etc. Todo, había desaparecido.
Sólo se oía la “voz” de un silencio aterrador que nos dejó el alma encogida, ¡!cuánta desolación!!
Añoramos el piar de los pobres pájaros. Y tantos pequeños animalitos que quedaron atrapados sin poder escapar de las abominables “garras” endemoniadas de un fuego destructor.
Entre tan lamentable desastre, me acordé de aquel árbol,
¡mi árbol! que tanta paz sentí junto a él. Corrí emocionada
buscando el árbol por aquel siniestro cementerio. Todos parecían iguales: grandes teas carbonizadas.
Por fin lo encontré, lo reconocí por sus cinco grandes raíces, su tronco estaba completamente negro, despojado de sus grandes ramas, y sus verdes hojas, pero como un orgulloso guerrero permanecía “entero.”
Me abracé al viejo “amigo” no pude contener las lágrimas y me alegré cuando me percaté de que sus cinco gruesas raíces aún estaban vivas. Me acordé de las afanosas hormigas.... de la felicidad que sentí junto a él. Del cobijo que nos dio cuando lo necesitábamos. Ahora desnudo, estaba feo, muy feo, pero su “corazón vivía” y yo apretándome a él intente darle un poco de mi amor.
Fui a reunirme con mis amigas y al pasar por el río, pude oír el murmullo del agua, ¡había vida dentro del bosque! Me quedé un buen rato contemplando el bonito espectáculo que me brindaba el pequeño río: el agua ¡corría, danzaba,!saltaba! y al llegar al despeñadero, se dejaba caer desmayándose semejando la cola de un caballo blanco.
¡Si el bosque renacerá! ¡Renacerá!- ¡grité! Pero ¿cuantos años tardará en ser lo que había sido? Quizá no lo veamos nunca. Sin embargo, yo lo veré siempre con los ojos del recuerdo que jamás olvidaré.
Nuestros amigos por siempre, los árboles, esos gigantes legendarios que todos tenemos la responsabilidad de cuidar. Si somos agradecidos e inteligentes nuestro planeta vivirá. Reflexionemos un poco, ¡cuánto nos da la naturaleza! Tan simple y grande a la vez.
¿Qué significado tendrá aquel haz de luz plateada? Me pregunto a menudo si llegaré a comprenderlo algún día.
Josefina Fabra
domingo, 20 de diciembre de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario