Llovía. Llovía mucho. Era la típica tormenta de verano en el Mediterráneo. En un momento el cielo se oscureció hasta parecer casi noche cerrada; después dos rayos, dos truenos que se juntaron en uno interminable y diez minutos de aguacero intenso. Así eran casi siempre estas tormentas y así pensé que sería esta también. Pero llevaba ya por lo menos quince minutos refugiado en un portal con otras cinco personas, gracias a que un vecino (que iba a salir y no salió, porque llovía demasiado) nos había abierto la puerta. Para entonces ya íbamos todos con los pies empapados por los charcos de la acera y el resto del cuerpo, si no mojado, por lo menos húmedo. La temperatura había bajado algunos grados y se agradecía el refugio.
La situación era curiosa, como estar encerrado en un ascensor, pero lloviendo. Dos niños, supongo que no tendrían mas allá de cinco o seis años, estaban sentados en la escalera y se entretenían mirando un folleto de ofertas que habían sacado de un buzón. La mujer que parecía ser su madre había dejado en el suelo las bolsas del supermercado y miraba impaciente su reloj. Debía estar sobre los treinta y tantos; morena, no muy alta, proporcionada al estilo de las actrices de los años cincuenta: cintura estrecha, caderas anchas y pecho generoso. Su gesto serio parecía querer mantener a raya a cualquiera que pretendiera acercarse, y con un “chiiisstt” o un “estaos quietos” en voz bajita conseguía mantener a los niños en orden cuando estos se desmandaban un poco. Enfrente de mí, en el rincón que formaban la pared y la puerta de cristal y vueltos hacia la calle, una parejita de jóvenes adolescentes, absortos en su mundo, inundados sus oídos por la música que les llegaba desde su mp3 (compartido, un auricular cada uno), se miraban de vez en cuando embobados, sin hablarse. El había metido la mano primero en el bolsillo trasero del pantalón de ella, después entre el pantalón y el tanga, y la empujaba suavemente hacia él; ella, obediente le abrazaba por la cintura y apoyaba la cabeza en su hombro.
Al principio las miradas de la mujer y la mía se cruzaron varias veces. Yo intenté romper el hielo con un no muy original “vaya día”. Ella contestó secamente con un “si” y desvió la mirada hacia los niños. No lo volví a intentar.
Desde hacía al menos diez minutos nadie hablaba. Cada cual iba a lo suyo; los niños, la madre y la pareja de enamorados, todos tenían algo que hacer. Todos menos yo. Yo no tenía a mano niños, ni pareja, ni siquiera auriculares que llevarme al oído para poder hacer como que escuchaba la radio. Y ni la lluvia paraba ni corría el reloj. Para entonces yo ya me había estudiado en los buzones los nombres de los vecinos y en que piso vivían, incluso estaba decidido a comprar algunas de las ofertas de 3 x 2 que venían en el folleto del hipermercado. De pronto un gran trueno hizo que todos a la vez miráramos hacia la puerta; en la calle se había hecho la luz de nuevo y parecía que las nubes de tormenta habían desaparecido ya. Todavía llovía, pero mucho menos. La pareja de muchachos se giraron a mirarnos como en un gesto de decir adiós pero abrieron la puerta y, sin soltarse, se fueron sin decir nada. Una bocanada de aire fresco entró desde la calle y yo no esperé mas. La mujer (“niños, coged las bolsas que nos vamos”) me miró con intención de salir primero pero yo fui mas rápido y con un “hasta luego” salí a la calle. Todavía caía alguna gota, pero no me importó; arrimado a la pared, continué de nuevo mi camino disfrutando del aire húmedo, del olor a tierra mojada y de mi recién estrenada libertad.
Paco Durán
domingo, 20 de diciembre de 2009
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