domingo, 20 de diciembre de 2009

A LOS TOROS

Los espectadores



Era un día de primavera precioso. Desde primera hora de la tarde la gente se había congregado en las cercanías del coso de la calle Pérez Galdós; unos dispuestos a ocupar sus lugares en la plaza y disfrutar del festejo; otros nada mas para ver entrar a los toreros y sus cuadrillas, a los caballos del tiro, ricamente enjaezados con gualdrapas de espejuelos y vivos colores, y desde luego, para presenciar el desfile de los afortunados que podían permitirse el lujo, o el capricho, de comprar una entrada. Como en un pacto no escrito, quienes iban a mirar acudían a la plaza por las aceras; los que iban a entrar, ya al cruzar la Ronda Mijares, por en medio de la calle. Los hombres llevaban el traje de los domingos, las mujeres sus mejores galas. Las más presumidas lucían rojos claveles en el pelo; las más atrevidas incluso sombrero cordobés y mantón de Manila al brazo, casi arrastrando los flecos por el suelo.

Si la calle era un hervidero de gente, dentro, en cuanto abrían las puertas, era la locura. Los porteros no daban abasto a cortar las entradas, los almohadilleros despachaban su mercancía a un precio que a todos parecía abusivo... la gente, en fin, iba por el patio como perdida, buscando la escalera que les condujera a su asiento.

Jaime y María, dueños de un puesto en el Mercado Central, habían llegado con tiempo de sobra y se acercaron sin prisa a una de las puertas que indicaban “SOMBRA”. Jaime, de traje gris marengo con chaleco, luciendo en la solapa la insignia del Castellón, buscó en el bolsillo interior de la chaqueta su abultada cartera y, recreándose en la suerte, sacó las dos entradas. El portero, maldiciendo por dentro por la cola que se estaba formando, y sonriendo por fuera lo mejor que podía, les deseó suerte con el espectáculo.

Saludando a cuantas parejas se encontraban a su paso, muchas de cuyas mujeres eran clientas suyas, se dirigieron a sus localidades, las mismas desde hacia algunos años, casi debajo mismo de la presidencia. Desde allí podían ver perfectamente el patio de cuadrillas, en primer plano los diestros ya preparados, en segundo lugar los subalternos, detrás, en fin, todo el cortejo taurino dispuesto para el paseíllo. Jaime encendió el puro que guardaba adrede para la ocasión y se sentó. Mientras, María -una andaluza llegada a la ciudad hacia ya varios años, graciosa como ella sola, pero que todavía no disparaba una en valenciano - pasaba revista a su alrededor, buscando caras conocidas, porque sabia que al día siguiente tocaba aquello de “ya la vi en los toros, ya, que guapa iba”. Todo esto, claro, de pié porque según ella “a estos sitios vienes a ver y a que te vean.”

Los areneros estaban dando los últimos toques al ruedo cuando un murmullo de gente no muy lejos de ellos hizo que María se pusiera de puntillas para mirar y descubriera a la artista.

- Mira Jaime, es Carmen Moreno. ¡Mira que guapa va!

Jaime, sin inmutarse, vio que los alguacilillos ya habían entregado la simbólica llave y cruzaban la plaza al trote hacia la puerta de cuadrillas.

- María, sentat que ja va.

María, obediente, se sentó y sacó su abanico. La plaza, llena a rebosar, estalló en un aplauso cuando los tres matadores aparecieron en el ruedo, sus capotes de paseo bien puestos al hombro y sus trajes de luces brillando al sol de la tarde. Instintivamente Jaime levantó la vista y miró al reloj de la plaza. Eran las cinco en punto. El espectáculo había comenzado.

La artista
Carmen Moreno sabía muy bien que llegaba con el tiempo justo, pero no tenía ninguna prisa. Antes de bajar del coche que la había llevado desde el hotel a la plaza se entretuvo saludando a la gente que todavía esperaba frente a la puerta principal. Muy pronto el tumulto a su alrededor fue lo bastante ruidoso como para que el fotógrafo del único periódico local, que hacia guardia en la entrada de la plaza, se diera cuenta del asunto y disparara su cámara varias veces. Carmen, a quien no se le escapaba una ocasión así, le ofreció su mejor sonrisa. Podía haber entrado con el coche hasta el patio de cuadrillas, pero le gustaba la cercanía controlada de la gente, disfrutaba oyendo los comentarios de las mujeres que envidiaban sus vestidos y sus joyas, sentía placer adivinando en los hombres, todavía, miradas de deseo.
Don Manuel -Manolo para ella- dueño del teatro donde había actuado la noche anterior y donde tenía función también esta noche, bajó del coche y apartando a la gente que se agolpaba alrededor, abrió la puerta para que bajara la cantante. Apenas asomó la cabeza el murmullo creció y se oyeron voces gritando ¡guapa! A sus años - un misterio para casi todos - Carmen seguía sacando partido a su belleza. Entre Manuel y un conserje que había salido de la plaza le abrían paso hacia la puerta principal, pero ella, sonriendo a cuantos intentaban acercarse, no tenía mucha prisa. Sólo Dios -y algunos hombres- sabía los sacrificios que le había costado llegar hasta aquí, y esta era una de las recompensas.
Al llegar al patio de cuadrillas salió a recibirla el empresario de la plaza, un hombre bajito con cara de listo al que costaba trabajo evitar que los ojos se le fueran una y otra vez a la generosa delantera de la artista. Faltaban apenas dos minutos para que diera comienzo la corrida y ya estaba la plaza llena. El empresario les acompaño hasta la puerta del callejón desde donde, por una pequeña escalera, pudieron acceder a sus localidades de barrera. De nuevo el murmullo de la gente hizo aparecer la sonrisa en la cara de la artista, pero Carmen no pudo evitar un sobresalto cuando al girarse hacia la puerta de cuadrillas, donde los toreros se preparaban para el paseíllo, su mirada se cruzó con la de Juan Sevilla “Sevillano”, que, enfundado en un terno tabaco y plata, sujetaba con fuerza el capote de paseo. Fue una fracción de segundo en que el tiempo y la sonrisa quedaron congelados y, como dicen que pasa en el momento de la muerte, la película de muchos años pasó ante sus ojos a una velocidad vertiginosa. La voz de Manuel – Manolo para ella – la volvió a la realidad.
Carmen, siéntate que va a empezar el paseíllo.
Carmen obedeció, pero la tarde ya no era la misma.

El subalterno

Juan Sevilla “Sevillano” se situó inmediatamente detrás de su matador, un muchacho joven con un futuro prometedor. Ahora su sitio estaba en segunda fila, pero unos años atrás era el quien ocupaba el primer lugar. Aunque no había pasado mucho tiempo, ahora lo veía como algo muy lejano. Fueron buenos años que pasaron demasiado deprisa.

Juan, que soñaba desde pequeño con ser matador, salió de su pueblo a los diecisiete años hacia Sevilla dispuesto a abrirse paso en el mundo de los toros. No lo tuvo fácil, pasó hambre, trabajó en los oficios mas variados, durmió muchas noches en la puerta de la Maestranza y por fin tuvo una oportunidad sustituyendo a un sobresaliente en una novillada sin picadores. La tarde estuvo floja pero el se lució en los dos pares de banderillas que pudo poner. El público aplaudió y al menos dos personas se fijaron en el, en su abundante pelo negro ensortijado, en sus ojos claros que destacaban en la piel morena de la cara, en sus poderosos muslos muy marcados por una taleguilla alquilada que le quedaba demasiado pequeña. Una de estas personas era un famoso abogado sevillano, un cincuentón presumido, conocido en toda la ciudad por su afición a los toreros jóvenes y a los bailaores de flamenco; la otra persona, con las mismas aficiones, era la famosa tonadillera Carmen Moreno. Los dos le ofrecieron cosas parecidas a cambio de lo mismo, y ganó Carmen. Lo que empezó siendo un capricho pasajero se convirtió con el tiempo para Juan en una relación poco menos que comercial. Carmen usó sus amistades y consiguió para el torero las primeras capeas donde entrenarse, después un apoderado y por fin algunas novilladas; Juan, a cambio, los días que no toreaba le brindaba sus mejores faenas. Los dos sabían que era una relación sin futuro y los dos pasaban por alto las numerosas aventuras del otro. Todo fue bien durante un tiempo, hasta que Juan conoció a Marisa, una guapa muchacha de su edad, hija de un famoso cirujano, y decidió empezar con ella una relación en serio. Para entonces ya había tomado la alternativa, se había hecho un hueco en el escalafón y ya no necesitaba a Carmen para conseguir contratos. Decidió dejarla, pero la artista, acostumbrada a ser ella quien mandara en las relaciones, no lo aceptó. Primero intentó que Juan dejara a Marisa, después le recordó lo mucho que le debía, le hizo sentir culpable y como último recurso le propuso seguir viéndose solo de vez en cuando. Juan cedió con la intención de ir espaciando esos encuentros hasta dar por terminada la relación, pero Carmen no se dejaba engañar fácilmente y procuró que Marisa se enterara y rompiera su compromiso con el torero. Juan dejó definitivamente a Carmen y a partir de este momento fue como si una maldición hubiera caído sobre él. Primero una cornada en una plaza americana y después una fractura en un brazo por una caída tonta le mantuvieron alejado de los ruedos durante dos temporadas. La vuelta no fue fácil y aunque para entonces Carmen ya tenía un nuevo protegido, pudo comprobar que no se había olvidado de él. Su nombre no volvió a figurar en los carteles de las ferias más importantes. Su vida profesional naufragaba entre algunas corridas en plazas de poca categoría, algunas llamadas para sustituciones de última hora y por fin el olvido. Ahora se ganaba la vida como subalterno a las órdenes de una figura que despuntaba, como el mismo unos años antes.

La gente señalaba hacia un punto concreto de la plaza y Juan miró hacia allí. Los ojos de Carmen se clavaron en los suyos y en ese mismo instante supo que algo iría mal aquella tarde. En el reloj faltaba apenas un minuto para las cinco cuando el matador se giró para comprobar que la cuadrilla estaba en su sitio. Al mirarlo Juan sintió un escalofrío y solo pudo desearle suerte.

El paseíllo iba a comenzar.




El matador

A sus veinte años recién cumplidos Miguel Sánchez estaba dispuesto a triunfar en la primera corrida de su segunda temporada como matador. Desde la semisombra del patio de cuadrillas se asomaba a una plaza desconocida para él. Enfrente, el palco de la presidencia; a su derecha la puerta que solo se abre cuando algún matador sale a hombros; a la izquierda, las puertas de toriles, por donde habrían de aparecer sus dos oportunidades de triunfo.

Su apoderado había insistido en que era esencial empezar bien la temporada, en que esta feria, aunque modesta, tenia repercusión en todo el país porque era la primera del año y que dos orejas aquí aseguraban contratos en otras ferias mas importantes. Y el joven matador, que tenía fe ciega en su apoderado, estaba dispuesto a dejarse la piel en el intento.

Miguel, el más moderno de la terna, estaba pendiente de los dos matadores más veteranos. Pensaba si ellos, después de tantos años de profesión, todavía sentirían el mismo miedo que el sentía ahora mismo. Pero recordaba que alguien le había dicho algún día que eso era precisamente lo que hacia especial a un torero, el miedo que se mezclaba con el placer cuando eras capaz de dominar a una bestia de quinientos kilos, un miedo que se ahogaba con los aplausos del público a un pase bien dado, con la música de un pasodoble o un ¡ole! gritado justo a tiempo. Pero un miedo que no desaparecía hasta que el último toro de la tarde era arrastrado por las mulillas camino del desolladero. Y era verdad. Nadie que no fuera un inconsciente diría que no siente miedo ante un toro, pero ahí esta el poder del torero, en convertir ese miedo en prudencia, en mezclar una dosis de miedo con otra de valor y disfrutar de la faena. Así es como le habían enseñado que se llega al triunfo y ese era el camino que quería seguir.

El ambiente de la plaza era festivo, la tarde soleada y detrás tenía a “Sevillano”, su hombre de confianza: ¿qué más podía pedir? Alguien comentó que faltaban apenas dos minutos para las cinco. Miguel, con un movimiento reflejo se llevó la mano al pecho y se acarició la medalla que llevaba prendida en la corbata. El pensamiento voló por un momento a su casa y pensó en su madre. Acercándose a sus compañeros de terna les deseó suerte y volvió a su lugar en la formación. Miró hacia atrás para comprobar que toda la cuadrilla estaba en su sitio y le pareció ver que Juan estaba demasiado serio. Desechó cualquier mal pensamiento y se santiguó dando un paso adelante. El reloj señalaba las cinco en punto.

El paseíllo iba a comenzar.


La madre

Las tardes en que su hijo toreaba, Dolores no estaba para nadie. Después de la comida familiar, después de recoger la cocina y dejarlo todo en orden, después de repasar toda la casa por un “por si acaso” que temía desde que el niño debutó en su primera novillada, después de todo esto, Dolores se sentaba en la mecedora a esperar hasta las cinco en punto. A su izquierda, sobre una mesita auxiliar adornada con un precioso mantelito de ganchillo, la radio, sintonizada en Radio Nacional, apagada hasta la hora de las noticias; a su derecha, como una mancha negra en la pared, el teléfono.

La familia sabía que al menos hasta las ocho, hora en que la corrida habría terminado, no debían molestarla. Los hijos habían salido con sus amigos, el marido iba de la terraza al jardín y volvía a la terraza, siempre sin hablar, y en cada viaje recogía unas hojas secas, arrancaba alguna flor marchita o regaba algunas plantas que posiblemente no lo necesitaban.

Dolores no había querido ir nunca a la plaza a ver a su hijo. Ya desde pequeño, cuando un día dijo que quería ser torero y después de adolescente, cuando salía con su capa a dar dos pases a unas vacas que se las sabían todas, Dolores había intentado quitarle la afición. Pero pronto se dio cuenta de que aquello no era un capricho pasajero y tuvo que rendirse a la evidencia, callar y sufrir, algo a lo que no se acostumbra uno nunca. La recompensa era ver a Miguel contento e ilusionado con su carrera.

A las cinco en punto, en una ceremonia que repetía invariablemente cada tarde de corrida, Dolores se levantaba y se dirigía con paso tranquilo hacia su dormitorio, abría el primer cajón del tocador y sacaba una preciosa caja de madera donde guardaba las estampas, las cerillas y las mariposas de luz. Después se entretenía en colocar cada estampa en su sitio, siempre igual, quien sabe si las vírgenes y los santos dispuestos según su capacidad protectora, cada uno con su lamparita de aceite encendida delante.

Después, con el rosario en las manos, se sentaba a esperar a que su hijo, ya desde el hotel, llamara confirmando que todo había ido bien. Y hoy algo le decía que la llamada iba a ser distinta.


LA COGIDA

El sexto de la tarde estaba a punto de salir por la puerta de toriles. En su primer toro, un manso de solemnidad, no había tenido ocasión de lucirse y no podía dejar pasar otra oportunidad de triunfo. Miguel estaba dispuesto a darlo todo en este último toro de la tarde y así se lo dijo a Sevillano, que asintió con gesto serio. Todo iba bien hasta el tercer par de banderillas. Miguel arriesgó demasiado, calculó mal la distancia y el toro le ganó el terreno y le dio un revolcón que por fortuna no fue más que un golpe. Sevillano, siempre pendiente de su maestro, corrió a ayudarle y el toro hizo por el y le corneó en el muslo. La herida sangraba abundantemente y mientras las asistencias lo llevaban por el callejón hacia la enfermería miró hacia Carmen y pudo ver como las lágrimas asomaban a sus ojos. Ya no vio más.
Por la noche, en el teatro, Carmen pidió al público un aplauso para Juan mientras, a muchos kilómetros de allí, Dolores pasaba las cuentas del rosario de manera casi automática, con el pensamiento puesto en otra parte. Miguel, que junto con la cuadrilla velaba el cuerpo del torero, pudo ver como de madrugada, vestida de negro riguroso, Carmen se acercó a dar su último adiós a aquel a quien había arruinado la vida y al que ahora, demasiado tarde, se daba cuenta de que había querido como a ningún otro. Cuando se acerco a despedirse de Miguel se fundieron en un abrazo y Carmen tembló al sentir la fuerza de unos brazos jóvenes y el roce de unos labios de hombre en la mejilla. Su pensamiento voló otra vez al encuentro de un torero joven de pelo rizado y ojos claros, vestido con un traje de alquiler que le quedaba demasiado pequeño. Miguel pudo oír como a Carmen se le escapaba un “no, otra vez no” antes de separarse de el y salir demasiado deprisa hacia el coche que la esperaba en la puerta.

Paco Durán

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