Es a principios del año 2009, cuando parte de mi familia decide viajar a Belfast, capital de Irlanda del Norte. A los pocos días, embarcamos rumbo al destino elegido.
Sobrevolando Belfast, como aquel día el sol estaba radiante, cosa parece ser no muy frecuente, ya a poca altura, observé y me chocó el contrate de la sequedad de muchos de nuestros paisajes con las siempre verdes colinas irlandesas.
Una vez aterrizamos, pensé y me dije, ahora viene el problema del idioma. Lo cierto es que, a muchos de nuestra generación nos embarcaron en un idioma, el francés, que de poco o nada nos sirvió porque, un idioma que no se practica, acaba por olvidarse. Mejor suerte ha tenido la juventud actual que ya desde el colegio, han estudiado otro, el inglés y, por lo general, como ahora se viaja más que antes, la práctica, hace milagros.
Ya en la ciudad, observé otra gran diferencia con España y es la manera de conducir, por la izquierda. Al entrar en la primera rotonda, el vehículo en el que íbamos, giró en el sentido contrario al que estaba acostumbrado y en voz baja me dije: ¡Ya está …! Afortunadamente no fue así y a todo se acostumbra uno. No debe ser tan difícil como me imaginé.
Al día siguiente, fuimos a visitar las tierras del norte de Irlanda y me sorprendieron los acantilados, las pequeñas islas, unidas algunas de ellas, por puentes colgantes y, los precipicios de aquellas costas altas y recortadas. ¡Qué diferencia con nuestras playas mediterráneas!
A continuación, un familiar, nos dijo que nos llevaría a visitar un paisaje que nos encantaría y, durante el camino, fue relatándonos una vieja leyenda irlandesa que explica el origen de la llamada Calzada de los Gigantes. Dicha leyenda viene a decir algo así:
Aconteció que había dos gigantes, uno irlandés llamado Finn MacCumhail y otro escocés, que se llamaba Benandornner. Como suele acontecer, también había una guapa giganta que vivía en la isla de Staffa, cercana a las costas de Escocia y de la cual estaban los dos enamorados. Finn, construyó un dique con grandes bloques de piedra para llegar hasta la preciosa giganta y como parece ser que era más decidido que el escocés, la raptó y se la llevó a Irlanda a través del camino construido. Al enterarse su rival, corrió tras la pareja por el mismo camino.
Entonces, el irlandés, junto con la giganta, idearon un plan, disfrazarse él de bebé y meterse en una cuna bajo el soportal de la puerta de su casa. Cuando llegó el escocés, la linda giganta le dijo que el niño que había en la cuna era hijo de Finn y, tanto se asustó al ver las proporciones gigantescas del bebé, que imaginándose que si el niño ya era así, ¿cómo debía ser el padre de grande?, por lo que huyó hacia Escocia cruzando el camino y destrozándolo todo por el pavor que sentía.
Esta es la versión irlandesa sobre la calzada, al menos la que a mí me contaron. Convendría saber la versión escocesa, si es que la hay, pero eso lo dejamos para quien sienta curiosidad.
Bien, como podemos imaginar, la realidad sobre la creación de la calzada es muy distinta y se remonta a más de 60 millones de años cuando las placas tectónicas norteamericana y europea empezaban a separase. Entre Irlanda y Escocia hay una falla del terreno y el desplazamiento de las placas provocó la ascensión hasta la superficie terrestre de un magma líquido que posteriormente se fue enfriando muy lentamente. El basalto, al salir, fue formando columnas con forma de poliedros regulares. Existen más de 40.000 columnas basálticas que se extienden por unos 5 Km. de costa antes de hundirse en el mar y continúan en la costa escocesa. Algunas de las columnas tienen hasta 12 m. de altura y muchas son hexagonales, aunque también hay otras con distinto número de lados.
Junto a las columnas que visitamos, hay una roca en forma de bota y, según dicen los irlandeses, era la bota del gigante escocés, el cual con las prisas que tenía por el miedo, ni se volvió a recogerla, y ¡allí continua, porque pesa lo suyo!
Lo cierto es que el paraje es digno de ser visitado. Después de alimentar el espíritu, convenía fortalecer el cuerpo por lo que nos fuimos a degustar una buena comida irlandesa, que si buscas, encuentras y si vas con alguien de la zona, mejor, porque no es ¿a ver dónde vamos?, sino que, ¡ya saber a dónde ir! El resultado fue, una excelente comida con buenos productos de la zona y, cuando alzabas la vista, tras los nítidos cristales, se divisaba un paisaje todo ondulado alfombrado por una amplia gama de verdes colores. ¡Ah, las colinas estaban llenas de ovejitas, y de buen género por lo que pudimos comprobar!
A los pocos días, regresamos a casa, no sin antes padecer en los aeropuertos de turno, las dosis de horas de espera. Nunca nos explicaron si fue debido a los controladores aéreos franceses, españoles o irlandeses, lo cierto es que en el aeropuerto de Belfast, ya sin los acompañantes, la explicación, hubiera resultado vana porque no la hubiéramos entendido, por aquello del idioma y, para tratar de poner remedio a nuestra ignorancia, ahora vamos a clase de inglés, aunque como es bien sabido, es difícil, ¿será por la edad? o como diría un viejo maestro: “también, por no estudiar”.
FDG
jueves, 31 de marzo de 2011
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