—Perdone —oyó que le decía.
—No se preocupe —le contestó.
— ¿Le molesta si me siento?
—Faltaría más; siéntese, por
favor.
El recién llegado se sentó. Tenía ganas de
hablar:
—Hace un tiempo estupendo para
estar al aire libre. Acabo de dar un buen paseo. Yo soy ciego, como habrá
visto. La diabetes tiene la culpa. Toda la vida haciendo planes para cuando me jubilara, y ¡ya ve! se ha ido casi todo
al garete.
— ¡Así es la vida!
El reloj de una iglesia cercana dio las
dos.
— ¡Cómo pasa el tiempo! Siento
tener que dejarle, pero me esperan el plato de verdura y el trozo de carne o de
pescado asados; mi mujer lleva a rajatabla lo de mi dieta. Lo que ella no sabe
es que cada mañana, cuando salgo, me como una tartita de manzana o un pastelito
de crema. Los dulces son mi debilidad. ¿Le importaría decirme si llevo alguna
migaja en la ropa? No quiero que me eche una bronca cuando llegue a casa.
—No le veo ninguna.
—Gracias. A ver si coincidimos
otro día y chachareamos un buen rato.
—Tendré mucho gusto. ¡Vaya Vd.
con Dios!
Oyó como se alejaban los pasos y el bastón.
Dejó pasar un par de minutos y él también se levantó. Soltó una carcajada y se
dirigió, en dirección contraria, hacia su casa blandiendo la blanca vara
telescópica con la que reconocía el terreno que sus ojos no podían ver.
Manuel Cabero Garrido (1ºB)
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